viernes, 15 de junio de 2018

UNO: VELOCIDADES DE CONEXIÓN

La artista india Reena Saini Kallat (Delhi, 1973) teje un mundo interconectado a través de cables eléctricos que actúan como caminos para el comercio y la tecnología. Pero también dibuja un mapa lleno de barreras, representadas por alambres de púas, que impiden la movilidad a millones de personas a las que, si han sido capaces de sortearlas para llegar a otros territorios-países, se las pretende relegar a ciudadanos marginales y casi siempre sospechosos. Los altavoces que incorpora en esta obra reproducen sonidos de sirenas de fábricas y de barcos, el zumbido de teléfonos conectados y el ruido ambiental de las profundidades oceánicas entremezclados con los sonidos de aves migratorias. Un mapa acústico para retratar un mundo dinámico y en movimiento..., pero de diferentes velocidades.


Woven Chronicle (Crónica tejida), de Reena Saini Kallat (años 2011-2016). Cables eléctricos, placas de circuitos, altavoces, accesorios y audio de 10 minutos, 322 x 1447 x 30 cm. Vista de la instalación en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en 2016

Las placas rígidas en que se divide la capa superior de la Tierra, las placas litosféricas, remiten también a un principio de conexión y movimiento. Distribuidas a modo de puzle, sus piezas han ido cambiando de forma y posición a lo largo de la historia del planeta. Y su velocidad y dirección de movimiento influyen en el resto. Las interacciones se hacen más evidentes en sus bordes-fronteras.

Las dorsales oceánicas, esas cadenas submarinas de miles de kilómetros de longitud y centenares de kilómetros de anchura, representan los límites entre placas que divergen. A través de sus fosas centrales (rifts) sale material fundido del interior terrestre que, al solidificarse, da origen a la creación de nueva corteza oceánica y a la consecuente expansión del fondo marino. Por ello, las rocas del fondo oceánico son más antiguas a medida que se alejan de las dorsales. 
Edad de la corteza oceánica a ambos lados de la dorsal atlántica, en millones de años. El color violeta aparece en las zonas más alejadas de la dorsal y señala las rocas más antiguas, de poco más de 160 millones de años; por el contrario, las rocas más jóvenes, de colores anaranjados, y con edades inferiores a 30 millones de años, se sitúan junto a la cordillera oceánica. Los datos de edades provienen de EarthByte, un grupo de colaboración en Ciencias de la Tierra que ha recopilado, seleccionado y estructurado una enorme cantidad de información, en el que participan varias universidades australianas
Un detalle de la figura anterior, centrado en el Atlántico Norte. Se puede descargar un archivo KMZ para visualizar en Google Earth las edades de la litosfera en todo el planeta a través de este enlace (¡sensacional!)

La velocidad de separación entre las placas a lo largo de la dorsal es, sin embargo, diferente. En el Atlántico Norte las velocidades que se han medido fluctúan entre 1,8 y 2,3 centímetros al año, mientras que en el Atlántico Sur varían entre 2,5 y 4,1. En conjunto, y de forma simplificada, se considera que la separación a partir de la dorsal atlántica es de unos 2,5 cm al año. ¿Esto es muy rápido o muy lento? Depende, claro, con qué se compare. Esa velocidad es similar a la del crecimiento de los corales marinos pétreos y algo más del doble que el engrosamiento anual del tronco de muchos árboles adultos. Pero si lo comparamos con otras dorsales oceánicas, como la del Pacífico oriental, donde la velocidad de separación llega a ser de más de seis veces superior, vemos que la dorsal atlántica crea suelo oceánico a un ritmo bastante lento. Los factores que determinan estas velocidades no son suficientemente conocidos, aunque se constata que son más altas cuando la dorsal se sitúa frente a una fosa oceánica, donde la placa se pierde, o subduce, hacia el interior terrestre. Y al hundirse algunos de sus minerales se comprimen y se hacen más densos, lo que hace que este sobrepeso tire del resto de la placa y acelere la apertura de la dorsal. 

En cualquier caso esos dos centímetros y medio implican que América se separa de Europa y África unos 25 kilómetros por cada millón de años (un breve periodo de tiempo a escala geológica). El lector interesado puede encontrar una excelente revisión del movimiento y velocidad de las diferentes placas desde hace 230 millones de años hasta la actualidad en este artículo del año 2016 firmado por Dietmar Müller, de la Universidad de Sídney, junto con otros colegas de esa misma institución, de la Universidad de Oslo y del Instituto de Tecnología de California. 

DOS: MARE NOSTRUM (MUERTE Y VELOZ RESURRECCIÓN)  

El movimiento de las placas y la posición de sus límites, así como el tipo de límite (convergente, divergente o transformante, donde las placas solo deslizan entre sí, sin crear ni destruir corteza) determinan la distribución de importantes fenómenos geológicos. El volcanismo y la localización de terremotos son claros ejemplos de ello. Pero no solo son responsables de este tipo de procesos.

El mar Mediterráneo, hace poco más de 6 millones de años, estaba conectado con el océano Atlántico a través de dos pasillos o corredores, situados entre el extremo sur de la península Ibérica y el noroccidente africano. Ambos continentes, el europeo y el africano, se encontraban en esta zona mucho más separados de lo que hoy aparecen (que están a solo 14 km en el Estrecho de Gibraltar), con una gran isla en medio que permitía una fácil circulación entre las masas de agua del océano y del Mediterráneo. Pero el acercamiento de las placas Ibérica y Africana, junto con la rotación de grandes bloques en el Arco de Gibraltar, tanto en la Cordillera Bética (que lo hicieron en el sentido de las agujas del reloj) como en la cordillera marroquí del Rif (en el sentido contrario), alteró sustancialmente esta disposición.  

A consecuencia de ello, se cerró la comunicación entre ambos mares y se produjo uno de los acontecimientos con mayor impacto ambiental en el planeta de los últimos 60 millones de años: la evaporación superó ampliamente al volumen de agua aportado por los ríos y por la lluvia caída directamente sobre el Mediterráneo, lo que se tradujo en un descenso del nivel del mar de entre 1.300 a 2.400 metros y la desecación de amplias zonas del Mediterráneo.
           Este mapa batimétrico sirve para hacerse una idea aproximada de cómo era el Mediterráneo entre hace 5,3 y 6 millones de años. En color gris, la actual tierra firme. Las áreas con colores naranja y amarillo quedaron emergidas; las de color azul turquesa, cubiertas solo por una relativamente delgada lámina de agua o, incluso, pudieron quedar parcialmente emergidas; las de color azul más intenso, hoy a más de 2.500 metros bajo el nivel del mar, permanecieron sumergidas, aunque bajo un espesor de agua mucho menor que el actual. Este mapa batimétrico lo publicó, en el año 2012, la Comisión para el Mapa Geológico del Mundo  

El extraordinario fenómeno que afectó al Mediterráneo durante esos 700.000 años se conoce como la Crisis de Salinidad del Messiniense (= nombre del piso geológico en que ocurrió). El Mare Nostrum se convirtió durante esa época en una salina gigante.Y ocurrió algo similar, salvando las escalas, a lo que se puede observar en cualquier salina litoral: fueron precipitando grandes cantidades de yesos y sales, estas en las zonas más profundas de la cuenca mediterránea. El espesor de la sal, principalmente cloruro sódico, llega a superar en algunos puntos los 1.600 metros. 
Mina de sal de Realmonte (provincia de Agrigento, Sicilia). La sal se depositó durante el evento conocido como Crisis de Salinidad del Messiniense. Foto vía meridionews.it

Aún no se conocen con exactitud los mecanismos que condujeron a la reapertura de la comunicación entre el Mediterráneo y el Atlántico, comunicación que se produjo hace 5,3 millones de años a través del recién nacido Estrecho de Gibraltar, que tenía un aspecto muy similar al que podemos ver actualmente.

Durante mucho tiempo se ha pensado que el Mediterráneo se fue rellenando del agua del Atlántico a lo largo de miles o decenas de miles de años, a través de unas fotogénicas cataratas. El dibujante francés Guy Billout (Decize,1941) ilustró así esta suposición: 
    Esta ilustración de Guy Billout recrea la progresiva inundación del Mediterráneo, a través de unas hipotéticas cataratas en el Estrecho de Gibraltar, que puso fin a la crisis salina del Messiniense hace 5,3 millones de años. A la izquierda, la inconfundible silueta del Peñón de Gibraltar. El dibujo apareció publicado por primera vez en The Atlantic Monthly, una revista cultural y literaria editada en EE. UU.

Sin embargo, en el año 2009 Daniel García-Castellanos (del Instituto de Ciencias de la Tierra, Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y otros seis investigadores publicaron en la revista Nature un nuevo modelo de relleno del Mediterráneo, a partir de los datos disponibles de perforaciones y estudios sísmicos y de la aplicación de modelos de erosión de cauces validados en ríos de montaña. Llegaron a dos importantes conclusiones. Primera, que no hubo tal catarata, sino que se desencadenó una brutal inundación, que fue capaz de crear en el fondo marino un cañón de más de 200 kilómetros de longitud, 8 kilómetros de anchura y 500 metros de profundidad. Segunda: el flujo de agua desde el Atlántico, con un caudal mil veces superior al del río Amazonas, permitió que el Mediterráneo fuera subiendo su nivel a un ritmo de más de 10 metros al día y que se rellenara de nuevo de agua en un periodo de entre unos meses y un par de años. Más rápido, imposible. 

Brutales inundaciones imagina el artista Pablo Genovés (Madrid, 1959), que anegan palacios, iglesias, bibliotecas, teatros,... Sobre esta serie de inquietantes collages fotográficos, que agrupa bajo el nombre de Precipitados, Genovés ha dicho: "Hemos llegado al principio de un final y perdido el deleite por las ideas. Precipitados es un Apocalipsis contenido, casi esperanzador. Estamos a tiempo de cambiar las cosas". 
          Nave, de Pablo Genovés (2017). Impresión de tintas pigmentadas sobre papel baritado, 194 x 182 cm

La última biblioteca, de Pablo Genovés (2010). Impresión de tintas pigmentadas sobre papel baritado, 145 x 158 cm

TERCER Y ÚLTIMO MOVIMIENTO: DEPRISA, DEPRISA 

El impacto de meteoritos en la Tierra ha jugado un papel importante, en ocasiones esencial, a lo largo de la evolución geológica del planeta. 

El meteorito de Chicxulub, que impactó al norte de la península de Yucatán, en México, ocasionó una crisis climática que llevó a una extinción masiva de especies, dinosaurios incluidos, con la que se cerró el período Cretácico hace 66 millones de años. La confirmación de esta hipótesis, a finales del siglo XX, fue un duro revés para los defensores a ultranza del uniformismo, que postula que los grandes cambios conservados en el registro geológico son fruto de la acción lenta y continua de procesos físicos y químicos a lo largo de millones de años, paradigma propuesto por Hutton en 1785 y por Lyell en 1830, base de la geología moderna. Pero, tras descubrirse las implicaciones que supuso ese meteorito en la historia geológica, no quedó más remedio, incluso a los más acérrimos, que convivir con este neocatastrofismo. De hecho, los cambios rápidos, casi instantáneos desde una perspectiva del tiempo geológico, se comenzaron a mirar desde entonces con renovadas energías. Hoy ya se acepta sin demasiadas reservas, por ejemplo, el  destacado papel que jugaron los bombardeos de asteroides en las épocas primitivas de la Tierra (especialmente en los primeros 500 o 600 millones de años), un hecho clave para entender diferentes aspectos relacionados con la estructura y composición del planeta y, posiblemente, con el inicio de su particular dinámica. 

Los grandes impactos meteoríticos se consideraban una rareza a mediados del siglo pasado. En gran parte, debido a que los cráteres que generaban los impactos se han ido borrando por erosión, sedimentación, formación de cinturones montañosos, etc. Y también por la ausencia de otros criterios geológicos para identificarlos. Pero cuando ya se han desarrollado esos criterios y se han dispuesto de nuevas herramientas, incluyendo una enorme facilidad para acceder a más y mejores imágenes de satélite, el panorama ha cambiado radicalmente: en 1950 apenas se admitía la existencia de once cráteres meteoríticos; el año pasado se han confirmado ya 190, y no pocos están en lista de espera

Uno de los cráteres de impacto mejor conservados del mundo es el Meteor Crater, también conocido como Cráter Barringer. Se encuentra en Arizona (EE. UU.), a unos 70 km al sureste de la ciudad de Flagstaff. La reciente edad del impacto, unos 50.000 años, el tamaño del cráter, la ausencia de vegetación y el clima árido del entorno (con escasa erosión) han permitido que sea fácilmente reconocible y no haya sufrido grandes cambios desde que se creó. El cráter cuenta, desde hace años, con un centro de visitantes y es una de las grandes atracciones turístico-geológicas del estado de Arizona, junto con el Gran Cañón del Colorado y el Parque Nacional del Bosque Petrificado, del que se encuentra a solo 125 km.  
         El Cráter Barringer tiene un diámetro de unos 1.200 metros. Foto copyright Warren06 

Pero su reconocimiento como cráter solo se produjo en una fecha tan tardía como 1960. La verdad geológica oficial mantenía hasta entonces que se había creado debido a un volcán de carácter explosivo y al posterior hundimiento del edificio volcánico. Lo increíble es que se defendía esa hipótesis sin que hubiera ¡ni una sola roca volcánica en el cráter ni en sus inmediaciones! En ese año de 1960 el geólogo Eugene Shoemaker confirmó su auténtico origen. Para ello estudió también los cráteres de impacto que se crearon por las pruebas de bombas atómicas en el estado de Nevada y vio que tanto en ellos como en el cráter Barringer aparecían dos formas de cuarzo, coesita y sthisovita, que solo se producen de forma instantánea bajo altísimas presiones. Que, además, nunca se han encontrado fuera de zonas de impacto. Shoemaker no solo aclaró el origen del cráter, sino que su investigación mostró un magistral ejemplo de utilización inteligente de los modelos analógicos, o análogos, en geología.
     El cráter Barringer presenta una profundidad de 170 metros. Para esta imagen, de Google Earth, he inclinado el punto de vista hacia el norte (parte superior de la imagen) y he exagerado discretamente el relieve (en un factor de 1,5) para mostrar con más claridad el fondo y las paredes del cráter

La irlandesa Aoife van Linden (condado de Cork, 1978) incorpora a su práctica artística el interés que tiene en la naturaleza, el cosmos, la física y la química. El año pasado obtuvo una residencia, patrocinada por la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés) para desarrollar un proyecto artístico. 
    Impacto, de Aoife van Linden (2017). Papel, tinta, jugo de limón y calor

Durante su segundo periodo de estancia, organizó un taller con científicos e investigadores, a los que invitó a que trajeran cualquier material (imágenes, textos científicos, cartas, tratados, o cualquier otro documento) que representara para ellos el concepto de "dejar una huella" en la historia de la ciencia o de la exploración espacial. Para esta obra, Van Linden utilizó como fondo el texto del Tratado del Espacio Exterior, que compuso como si fuera un mosaico de imágenes de la superficie de un planeta. Después, invitó a los científicos a que dejaran su huella lanzando zumo de limón. Terminó la obra pasando una pistola de calor, con la que finalizó la composición de este especial impacto meteorítico


     Próxima entrada: primera semana de agosto de 2018. Mientras, sean felices (con moderación). 

La velocidad, en tres movimientos

domingo, 1 de abril de 2018

Aunque a menudo nos quieren hacer pensar lo contrario, la tecnología y la ciencia no van por los mismos senderos. Ni, sobre todo, caminan al mismo ritmo. La tecnología (un nuevo robot, un nuevo celular, un coche sin conductor) es rápida y cambiante, un éxito seguro en audiencias ávidas de avances epatantes. Por el contrario, la ciencia camina despacio: necesita proponer nuevas hipótesis, descartar otras, completar lagunas, reunir evidencias... Interesa menos algo tan desesperadamente lento que produce abundantes notas de prensa... ¡de hallazgos pendientes de confirmar!

NADA ES LO QUE PARECE

Pero, es cierto, la ciencia se aprovecha de muchas innovaciones, con frecuencia de una manera que ni siquiera habían previsto los aplicados tecnólogos. Un ejemplo de ello: la tecnología LiDAR (acrónimo de Light Detection and Ranging) se creó a principios de la década de 1960, poco después de la invención del láser. Se basa en el tiempo que tarda este tipo de luz en llegar a un objeto y en volver su reflejo a un sensor, lo que permite con millones de medidas crear modelos tridimensionales de gran precisión. Primero se utilizó en meteorología para medir nubes, y más tarde, en 1971, la misión Apolo 15 la utilizó para cartografiar la superficie de la Luna. Su aplicación en las Ciencias de la Tierra aún tardó en llegar, pero su utilidad la ha convertido en una potentísima herramienta de investigación. 
     Imagen tridimensional, obtenida mediante tecnología LiDAR, que permite visualizar y estudiar las distintas capas de lava de unas antiguas coladas volcánicas. Una vista aérea convencional no permite apreciar sus características volumétricas, ni siquiera diferenciarlas en su totalidad debido a la cubierta arbórea, tal como se puede comprobar en esta imagen de Google Earth haciendo clic aquí. El lugar es el campo volcánico de West Crater, en el  estado de Washington (EE. UU.). Fuente: Servicio Geológico de Washington 

El arte contemporáneo, atento también al universo (y a nuestros universos), no es ajeno a los avances de la tecnología y de la ciencia. Bárbara Fluxá (Madrid, 1974) es una artista que se vale de muy variadas técnicas y disciplinas en su trabajo, con el que pretende "despertar inquietud y generar debate en los temas que trato, y presentar otra mirada hacia el mundo que nos rodea". Especialmente interesada por la cartografía digital en la práctica artística, en su proyecto Nada es lo que parece (Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, 2011) utilizó la batimetría (técnica para el estudio del relieve por debajo de un cuerpo de agua) mediante señales de ultrasonido para obtener modelos tridimensionales de un espacio sumergido: el pueblo de Argusino (Zamora, España), inundado hace cerca de 50 años por uno de los embalses más grandes de este país, el de Almendra. 
       Paisaje cultural sumergido I, de Bárbara Fluxá. Videoinstalación en díptico sobre muro (5 min). A la izquierda, el agua del embalse azotada por el viento. A la derecha, modelo 3D del pueblo de Argusino bajo el agua 

Y estas imágenes también las acompaña con las fotografías aéreas del vuelo americano de 1956-1957, cuando ese territorio aún no estaba inundado. Recuperar lo invisible, hacer presente el pasado y pensar en la capacidad de transformación del ser humano.

    Mapa de un lugar desaparecido (vista general), de Bárbara Fluxá. Políptico en impresión digital sobre Hänhemule, 4 x 3 m aproximadamente

¿CAÍDOS DEL CIELO?

Los modelos tridimensionales del terreno pueden elaborarse de diferentes formas y con distintos objetivos. Hay veces que, como en el caso anterior del campo de lava, recogen las elevaciones del terreno desnudo, como si no hubiera árboles ni edificaciones: se llaman entonces Modelos Digitales del Terreno, MDT, o por su acrónimo en inglés, DTM. Cuando incluyen también, además del propio suelo desnudo, las elevaciones que proporcionan la vegetación y las edificaciones, se conocen como Modelos Digitales de Superficie (DSM).Y un Modelo Digital de Elevaciones (MDE, o DEM) es el término genérico para referirse a los anteriores. Aunque, a veces, estos términos se utilizan de forma indistinta, generando más de una confusión. En cualquier caso, las aplicaciones de los Modelos Digitales de Elevaciones en investigación son enormemente variadas. A menudo asombrosas. 

Las llamadas Carolina Bays son unos humedales formados por depresiones poco profundas en el terreno, que aparecen en la llanura costera atlántica de EE. UU., desde el norte de Florida hasta Maryland a lo largo de más de 1.200 km, con una densidad especialmente alta en los estados de Carolina del Norte y Carolina del Sur. Son decenas de miles de depresiones, posiblemente más de medio millón, de forma elíptica y una longitud en su eje mayor que varía entre 80 m hasta más de 10 km. Su origen sigue siendo desconocido.   

         Carolina Bays en el sur de Carolina del Norte, vistas en un Modelo Digital de Elevaciones de alta resolución elaborado a partir de los datos altimétricos obtenidos mediante sensores aerotransportados LiDAR. La imagen cubre un área de unos 220 kilómetros cuadrados. Con otro tipo de técnicas y menor resolución hubiera sido imposible visualizar con tal claridad estas depresiones y sus bordes, cuya orientación se mantiene constante por sectores de cientos de kilómetros. Crédito: Michael Davias

Sin embargo, se barajan dos grupos principales de hipótesis para explicar las Carolina Bays. Una de tipo gradualista, según la cual se habrían formado por disolución y hundimiento del material bajo la superficie, con una modificación posterior debida a procesos lacustres y eólicos durante el Pleistoceno superior (entre hace 12.000 y 120.000 años), por lo que su orientación coincidiría con la de los vientos dominantes en esa época. El segundo grupo de hipótesis propone el impacto de un asteroide o de un cometa hace 800.000 años en la zona de los Grandes Lagos, situada entre 1.000 y 1.500 kilómetros al noroeste de la banda arqueada donde se localizan las depresiones. Tal impacto habría sido de bajo ángulo contra una espesa capa de hielo glacial, lo que produjo una expulsión de fragmentos de hielo con sedimentos que habrían modelado en su caída estas depresiones, lo que justificaría su distribución, forma oval y escasa profundidad, talladas solo en los materiales más blandos. 

Uno de los investigadores que apoyan esta hipótesis de origen extraterrestre, Michael Davias, se basa precisamente en el análisis de los ejes de estas elipses y la congruencia de su orientación con la supuesta trayectoria de los fragmentos despedidos tras la colisión. Y para ello ha analizado la forma de miles de depresiones, utilizando un Modelo Digital de Elevaciones elaborado a partir de datos altimétricos LiDAR. El tratamiento y estudio de las imágenes las lleva a cabo mediante el programa Global Mapper (una aplicación SIG que, por cierto, estoy utilizando últimamente con mucha frecuencia). 

Los propios meteoritos, no sus huellas, pueden mostrar aspectos sorprendentes si se examinan con un microscopio petrográfico o de luz polarizada, como los que habitualmente se utilizan para el estudio de rocas y minerales terrestres. En realidad, sus deslumbrantes colores ofrecen un aspecto similar al de muchos de nuestros pedruscos terrícolas

                 No es la vidriera de una iglesia: es un meteorito de hace unos 4.500 millones de años visto en un microscopio con luz polarizada. En concreto, se trata de una ureilita, que contiene olivino y piroxenos en una matriz de grafito-diamante (bandas de colores negros), sulfuros y hierro-níquel. Todos ellos son minerales que forman también parte de nuestro planeta. Imagen: Instituto Smithsonian    

 CAÍDOS DEL CIELO, PERO PERDIDOS EN LA TIERRA

 Esa prestigiosa institución de investigación, educativa y museística, el Instituto Smithsonian, tiene un papel (aunque secundario) en esta otra apasionante historia de meteoritos. El dúo de artistas argentinos formado por Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg (nacidos, respectivamente, en 1977 en Buenos Aires, y en 1978 en París) son los auténticos protagonistas. 

Se conocieron en 2005 y, al año siguiente, deciden viajar a la provincia del Chaco, en el norte de Argentina, donde ven juntos el llamado "Campo del Cielo", una zona de cerca de 55 kilómetros cuadrados en la que se contabilizan veintiséis cráteres de impactos, con numerosos y grandes meteoritos caídos allí hace unos 4.500 años. Un acontecimiento que pudo ser contemplado por la población indígena, los moqoit, y que está integrado en muchas de sus leyendas y tradiciones culturales. Con esa visita comienzan su proyecto artístico Una Guía a Campo del Cielo

En algún momento, nuestros protagonistas descubren también un gran meteorito cortado y expuesto al aire libre en el jardín de entrada al planetario de Buenos Aires. No existe documentación sobre él, pero se preguntan: ¿dónde estará la otra mitad? Viajan más veces al campo de meteoritos, ponen incluso el nombre a uno de ellos y van presentando su proyecto con cuentagotas: exposiciones de fotos y vídeos de los meteoritos, incluso de los que ya no están en el "Campo del Cielo", su sitio original. Se presentan a un concurso de estampillas (lo que llamamos sellos en España) convocado por el Correo Argentino y ganan con un diseño 3D de El Chaco, un meteorito de 37 toneladas, el segundo más grande del mundo. Investigan en instituciones argentinas y viajan a Reino Unido, Alemania, España (donde encuentran, en el Archivo General de Indias de Sevilla, documentos que muestran que, ya en el siglo XVI, los conquistadores españoles conocían la existencia de los meteoritos del Chaco, aunque no los identificaran, obviamente, como tales) y a EE. UU., donde conocen a William Cassidy, un geólogo planetario experto en "Campo del Cielo", quien les facilita el acceso a sus archivos. 

Meteorito El Chaco. Con un peso de 37 toneladas, se considera el segundo más grande de los descubiertos hasta la fecha en nuestro planeta, tras el meteorito Hoba, en Namibia, de 66 toneladas. Ambos son del tipo denominado sideritos, compuestos principalmente por hierro y, en mucha menor cantidad, por níquel. Los meteoritos de "Campo de Cielo" tienen, de promedio, un 92-93 % de hierro y un 6-7 % de níquel. Este fue el meteorito que eligieron Faivovich y Goldberg para representar en su estampilla. Foto: Alejandro López, vía Scientific American 

Por fin, Guillermo y Nicolás descubren qué pasó con la otra mitad de meteorito del planetario bonaerense, conocido como "El Taco", que pesaba entero casi dos toneladas: una expedición estadounidense a "Campo del Cielo", patrocinada por la NASA y en la que también participan científicos argentinos, lo encuentra tras su descubrimiento casual por un agricultor en 1962; un año después se envía al Observatorio Geológico de Lamont (Universidad de Columbia, EE. UU.), de donde es reenviado al Instituto Smithsonian para que se estudie allí, cortarlo en dos y devolver una mitad a Argentina. Pero con la tecnología que disponían no pudieron hacerlo. Lo mandan al Instituto Max Planck (Mainz, Alemania) donde sí lo consiguen y devuelven cada parte a los depositarios previstos. En el Instituto Smithsonian, aunque bien documentado, lo guardan acumulando polvo en sus sótanos; en Buenos Aires, a la intemperie, se convierte en un sin papeles.

Faivovich y Goldberg encuentran la oportunidad para dar a conocer su trabajo. Aprovechando que Argentina, en 2010, es el país invitado a la feria del libro de Frankfurt, convencen a las autoridades de su país para que, entre las actividades culturales enmarcadas por su participación en el evento, trasladen la mitad del meteorito a esa ciudad alemana y que el Instituto Smithsonian haga lo mismo con la otra mitad que custodia. ¡Lo lograron! Las dos partes del meteorito se reencuentran cuarenta y cinco años después

      Meteorito "El Taco", con sus dos partes casi juntas en la galería Portikus ( Frankfurt), en el año 2010, gracias al proyecto de Faivovich y Goldberg. Los organizadores de la exposición invitaban al público a que uniera con su cuerpo las dos piezas, que no podían estar a menos de 60 cm para que el suelo no se hundiera. Foto vía Clarín 

 Y no solo eso: la organización de Documenta, la mítica feria de arte que se celebra en Kassel (Alemania) cada cinco años, publicó el libro de estos dos artistas sobre los meteoritos del Chaco, en el que se recogen ensayos, fotos, escaneos de documentos técnicos, cartas, testimonios orales, antropología, historia política e institucional, legajos a punto de ser tirados a la basura por el Instituto Max Planck... El libro, The Campo del Cielo Meteorites, Vol. 1, El Taco, refleja un entusiasmo contagioso de sus autores y se inserta, como todo este trabajo del dúo argentino, en la reciente corriente europea de proyectos de investigación artística, algo que ya practicaron décadas atrás dos artistas estadounidenses pioneros del Land Art: Robert Smithson y Walter de María.

El interés que, a partir de entonces, despertó ese campo de meteoritos no provino de instituciones científicas, ni políticas o administrativas, sino que se derivó de este proyecto artístico. Documenta, además, seleccionó a Faivovich y Goldberg para su siguiente feria, la de 2012. Y ellos pensaron en llevar allí al mayor de los meteoritos de "Campo del Cielo", el que se conoce como El Chaco. El revuelo que se armó fue enorme: lluvia de cartas a la organización de la feria, protestas en las redes sociales, quejas en la prensa argentina,... ¿Motivos? "Lo que sale no vuelve", "se descontextualiza el meteorito", "el meteorito no es una mercancía", "es un hurto al patrimonio nacional y al pueblo moqoit" (su Consejo, sin embargo, no se posicionó hasta que se lo pidió el gobernador de la provincia y, aunque fueron contrarios al traslado, nunca antes habían celebrado ceremonias o actividades en torno a ese meteorito), etc. En fin, los artistas, a los que hasta se les llegó a acusar de ser unos ladrones encubiertos, retiraron su propuesta y la sustituyeron por un gran dado de hierro oxidado como trasunto del meteorito. Lo que iba a ser un ready-made cósmico acabó convertido en una obra de puro arte conceptual

Faivovich y Goldberg han seguido incorporando muchos otros aspectos de los meteoritos en su práctica artística:

      La Torre del Conocimiento, una exposición de Faivovich y Goldberg en la Galería Páramo (Guadalajara, México), año 2015. La exposición muestra una nueva faceta de su trabajo: fotografías de láminas delgadas de meteoritos vistas con microscopio petrográfico

Estas fotografías son fruto de su colaboración con la Universidad Estatal de Arizona (EE. UU.), una institución de referencia en ciencias planetarias, con la que examinaron meteoritos adquiridos a través de eBay


          Número 50, de Faivovich y Goldberg, año 2016. Impresión de tinta sobre papel de algodón (única impresión), 104 x 104 cm. Imagen: Galería Zmud, Buenos Aires. La fotografía circular del meteorito recoge lo mismo que vería un observador a través de un microscopio de luz polarizada

OTRAS MIRADAS 

A diferencia de la batimetría o del LiDAR, de los que solo se obtiene la altimetría del suelo (y, por tanto, la forma del relieve), otro conjunto de técnicas va más allá, principalmente las de tipo geofísico, con las que se puede disponer de datos y formas del subsuelo, esté o no cubierta su superficie por una capa de agua. Aunque la obtención y tratamiento de datos suele ser complejo (y más, todavía, su interpretación), hay resultados que admiten poco más que una discusión de sus matices:

    Capas y estructura geológica en el oeste del Golfo de México. Este perfil se localiza bajo el talud continental submarino en la zona conocida como Cinturón Plegado Perdido, un sistema de pliegues y fallas inversas sobre un paquete salino. El modelo está construido a partir de las velocidades de las ondas reflejadas desde el subsuelo marino, obtenidas por sísmica profunda de reflexión. Imagen vía CGG 
             
 Salgamos, de nuevo, a observar la superficie: el esqueleto y armazón del paisaje es el resultado de procesos geológicos, más o menos antiguos y superpuestos, que organizan, articulan y caracterizan el espacio. El resto del paisaje es piel, maquillaje y vestimenta. Así también parece entenderlo la peruana Ana Teresa Barboza (Lima, 1981), atenta observadora de la naturaleza y de los procesos que ocurren en ella, que utiliza a menudo el tejido y el bordado como medio de expresión. En su serie Leer el Paisaje nos propone, incluso, mirarlo de más cerca. Tal vez así podamos entender su esencia: 

     La experiencia de la proximidad, de Ana Teresa Barboza, obra de la serie "Leer el Paisaje". Tejido con hilos y cuerdas de algodón, tubo de metal, 280 x 160 cm. Año 2016. (Un auténtico perfil geológico, con un marcado plegamiento sinclinal-anticlinal en su zona central)

Llego al epílogo con Troika, un grupo de arte colaborativo formado por Eva Rucki (Alemania, 1976), Conny Freyer (Alemania, 1976) y Sebastien Noel (Francia, 1977), interesado en las diferentes lecturas objetiva y subjetiva de la realidad, y en las relaciones que establecemos con un mundo plagado de innovaciones y artefactos. Mi interpretación de esta obra suya: para avanzar, más importante aún que la utilísima tecnología (a menudo, sin embargo, esclavizante), es ser capaz de adoptar nuevos puntos de vista, ver los asuntos desde otras perspectivas diferentes a las habituales. En ciencia, en arte, en todo. 

      Dark Matter (Materia oscura), del grupo Troika. Madera, aluminio y fibras negras aplicadas directamente sobre la superficie, 238 x 238 x 238 cm. Feria Internacional Art Basel (Basilea, Suiza), año 2014 

              La misma obra, Dark Matter, vista desde otra posición


Próxima entrada: primera semana de junio de 2018. Mientras, sean felices (con moderación).  



       
               

Lo que los ojos (casi) nunca ven

viernes, 2 de febrero de 2018

EL AZUL INSUPERABLE

No hay muchos materiales en la naturaleza de este color, el azul, que sirvan como pigmento. Pero hacia el año 1200 de nuestra era comenzó a aparecer en el arte occidental el que es, sin duda, el de mayor esplendor y estabilidad entre los pigmentos naturales: el azul ultramar.

Se obtiene del lapislázuli, una escasa piedra semipreciosa que aparece asociada a calizas cristalinas afectadas por metamorfismo de contacto. La roca está formada por varios minerales: el principal es lazurita (no confundir con azurita), al que suelen acompañar pirita (un sulfuro de hierro) y calcita (carbonato cálcico), así como algunos otros silicatos.
   Lapislázuli pulido, de Afganistán. Las manchas doradas son de pirita; los colores blancos, en motas y en líneas muy finas, se deben a la calcita. Foto Parent Géry 

Baco y Ariadna (hacia 1520-1523), obra del pintor de la Escuela Veneciana Tiziano. Óleo sobre lienzo, 177 x 191 cm, National Gallery de Londres. El artista muestra una impresionante utilización del ultramar, obtenido del lapislázuli: en el cielo, en las telas de los personajes y en las colinas del fondo. Merece la pena, y mucho, ver la distribución de los pigmentos en este cuadro, la mayoría de origen mineral. Imagen: Google Art Project    

La lazurita es el principal componente del lapislázuli y el que le proporciona el color azul. Pero las impurezas (es decir, el resto de los minerales acompañantes) hacen que la extracción del apreciado pigmento sea sumamente laboriosa. De hecho, cuando se pulveriza el lapislázuli adquiere un color grisáceo. El complejo proceso de elaboración del ultramar, según la descripción del Libro del Arte, escrito por el pintor Cennino Cennini en el primer tercio del siglo XV, puede seguirse en este interesante e instructivo vídeo (6 min 12 s).  

A esta dificultad se unía otra no menos importante: la localización de la materia prima, toda ella situada en el entonces lejano oriente, en lo que hoy es Afganistán (los yacimientos de lapislázuli en el área del lago Baikal, en Siberia, y en la comuna de Monte Patria, en Chile, se descubrieron en épocas mucho más recientes).  
     Bloques de lapislázuli en una cantera de la provincia de Badajshán (extremo noreste de Afganistán), donde se extrae desde hace más de 6.000 años. 
Foto Rahmat Gul / AP Photo

Lazurita, mineral principal del lapislázuli. Es un silicato alumínico sódico-cálcico con pequeñas cantidades de azufre. Puede aparecer con diferentes tonos de azul y habitualmente se presenta como una masa compacta, sin cristales. Sin embargo, a veces, se encuentran ejemplares como este, un cristal dodecaédrico (doce caras) de unos 3 cm, muy bien formado. También procede de la provincia afgana de Badajshán. Foto vía Crystal Classics  

Lejanía de la materia prima ("más allá el mar", de ahí el nombre de este azul) y dificultad de extracción del pigmento: los dos aspectos que determinaron su elevadísimo precio, incluso más caro que el oro. Venecia, la poderosa ciudad-estado de la Baja Edad Media y primeros dos siglos de la Edad Moderna, y durante mucho tiempo capital comercial de los valiosos productos traficados desde China y la India, tenía la suficiente capacidad de suministrar el mejor ultramar a sus mejores pintores. La historia del poder económico es de inestimable ayuda para entender la del arte. 

A pesar de ello, los pintores europeos lo pudieron utilizar con más o menos restricciones. Como único pigmento azul aparece, por ejemplo, en La lechera (hacia 1660), de Johannes Vermeer, un pintor que lo empleó en casi todos sus cuadros. Usado junto a otros pigmentos azules lo podemos ver en La joven de la perla (h. 1665), igualmente de Vermeer; en La fragua de Vulcano (1630), de Diego Velázquez; o en El juicio final (h. 1504-1508), de El Bosco, entre otras famosas pinturas.

LA AZURITA Y SUS PROBLEMAS

El precio del ultramar obligó a muchos pintores a buscar otras fuentes para el azul. La mejor de ellas provenía también de un mineral: la azurita, un carbonato de cobre. Aunque tampoco era barato, proporcionaba un azul de gran calidad a menor coste. Las ventajas eran claras: no había que depender de Venecia (que no solo era el centro de importación de lapislázuli, sino también el de manufactura del ultramar), había yacimientos en Occidente, y la obtención del pigmento era francamente sencilla: un trozo de mineral se muele, después se lava y se diluye en agua, y finalmente se tamiza. Las partículas gruesas proporcionan un color azul oscuro, mientras que las finas aportan una coloración más clara. 
             Cristales de azurita, de hasta 2,5 cm de máxima dimensión, procedentes de la mina de Tsumeb, en el norte de Namibia. Foto vía Crystal Classics

Dama con una ardilla y un estornino (h. 1526-1528), del alemán Hans Holbein el Joven. Óleo sobre madera, 56 x 39 cm. Para el fondo utilizó azurita como pigmento, mezclado con blanco de plomo. Imagen: National Gallery de Londres 
   
El pigmento obtenido de la azurita es relativamente estable. De hecho, se ha conservado bien en muchos de los cuadros de grandes pintores clásicos: la mayoría de los azules de El Greco o de El Bosco están hechos con este colorante, al igual que el cielo de La rendición de Breda (h. 1635), de Diego Velázquez, por citar solo algunos ejemplos. 

Sin embargo, cuando se han aplicado capas gruesas de óleo con azurita se han vuelto, con el paso de los años, muy oscuras, casi negras, especialmente cuando el pigmento no estaba mezclado con ningún otro. Una posible explicación, aunque no la única, es la formación de una fina capa superficial de óxido de cobre sobre las partículas de azurita. 

Pero el problema principal de la azurita aparece en los frescos, donde tiende a pasar a verde, tal como se aprecia en casi todas las pinturas murales medievales en que se utilizó. El contacto con el agua transforma la azurita en otro mineral, la malaquita, un carbonato de cobre verde de composición muy similar. También se han detectado alteraciones a otros minerales, como la atacamita y la paratacamita, unos oxicloruros de cobre que proporcionan igualmente colores verdosos:
El monasterio de Voronet, del siglo XV, es una de las famosas iglesias pintadas de Bukovina (noreste de Rumanía) que forman parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. En este fresco de su fachada sur se aprecia cómo el fondo azul de la azurita ha pasado a verde en su zona inferior, debido al ascenso de agua por capilaridad: la azurita se convirtió en malaquita. Foto Ava Babili 

 Cristales de azurita, parcial o totalmente reemplazados por malaquita (color verde), un proceso de alteración en los minerales conocido como seudomorfismo. El ejemplar procede también de la mina de Tsumeb, en el norte de Namibia. Foto vía Crystal Classics

Y a continuación una obra de un artista contemporáneo, Martín Kline (Norwalk, Ohio, EE. UU., 1961). Aunque dedicada a dos de los grandes pintores de la Escuela Veneciana del siglo XVI (los azules de Tiziano y el magnífico verde esmeralda de Veronés, de ahí su título), también parece contarnos, como los frescos rumanos de Voronet, lo que le puede ocurrir a la azurita en contacto con el agua: 
   Veronese e Tiziano, de Martin Kline, año 2012. Encausto en panel, 
122 x 137 x 9 cm

Otra contrariedad: los pigmentos con partículas gruesas de azurita tienden a producir grietas en la pintura al temple, debido a la mayor acumulación de aglutinante en los poros existentes entre partículas; aunque, por otra parte, tienen la ventaja de ser menos propensos a su transformación en malaquita que los pigmentos a base de partículas finas. Así lo han puesto de manifiesto, en 2017, la geóloga Carolina Cardell, del Departamento de Mineralogía y Petrología de la Universidad de Granada, y otros colegas de esa misma universidad, en un artículo publicado en la revista Dyes and Pigments. ¿Solución? En las pinturas con pigmentos a base de partículas gruesas de azurita, más duraderas en color, se podría reducir el desarrollo de las grietas añadiendo pequeñas cantidades del mismo pigmento con grano fino.

AZULES DE NUESTROS DÍAS (Y DE NUESTRAS NOCHES)

Para el azul, el gran problema a lo largo de varios siglos, se fueron encontrando nuevas alternativas basadas en la síntesis química. Primero fue el azul de Prusia (ferrocianuro de hierro), descubierto casualmente en Berlín por el fabricante de pinturas Johann Jacob Diesbach y el alquimista Johann Conrad Dippel en 1705. Luego vinieron el azul cobalto (un aluminato de cobalto, obtenido en 1802), el azul cerúleo (una mezcla de óxidos de cobalto y estaño, sintetizado por primera vez hacia 1805) y el ultramar francés o artificial (conseguido por el químico Guimet hacia 1828). De los pintores impresionistas se sabe que, de los veinte pigmentos principales identificados en sus cuadros, doce ya eran sintéticos: entre ellos, estos tres últimos azules producidos por primera vez en el siglo XIX. 

Sería casi interminable la lista de pintores que, ya en el siglo XX, han sucumbido al azul: Picasso, Kandinsky, Yves Klein (con su conocido International Klein Blue), ... y tantos otros. Disponían de un amplio abanico de azules sintéticos, asequibles, que se fueron incrementando a lo largo del siglo con otros como el azul de manganeso artificial y el azul monastral (una laca de ftalocianina de cobre). A partir de finales de la década de 1940 llega la revolución de las pinturas acrílicas: una emulsión de un polímero acrílico y agua donde están contenidos los pigmentos; además de otras ventajas, comenzaron a ofrecer rápidamente una enorme variedad de colores, azules incluidos. 

La pintura del siglo XXI no renuncia tampoco al azul, casi una obsesión para ciertos artistas. Incluso el ultramar original, a partir de lapislázuli, sigue siendo utilizado por algunos pintores contemporáneos, ya a precios más módicos que antaño (aunque también muy altos). 

Martin Kline es uno de los pintores que indaga apasionadamente sobre este color, como también muestran estas dos obras suyas. Pero no solo: son cuadros que rinden homenaje a la ciudad donde reinó el ultramar, la Serenísima República de Venecia (el nombre oficial de la opulenta ciudad-estado); y su técnica, el encausto (cera de abeja mezclada con pigmentos, aplicada en caliente) nos remite a los antiguos griegos y romanos, cuyas pinturas realizadas sobre paneles de madera con este procedimiento han perdurado en el tiempo y mantenido su intensa coloración. La abstracción también se nutre del arte clásico:
                        Venecia, obra de Martin Kline (año 2012). 
               Encausto en panel, 127 x 122 x 9 cm 

Little Serenessima (año 2015), de Martin Kline. Encausto en panel, 61 x 61 x 9 cm 

El español Alberto Reguera (Segovia, 1961) es otro singular pintor del azul. Lo incorpora a partir de una gran variedad de pigmentos para sus abstractas y poéticas composiciones, a menudo inspiradas en la naturaleza. Hace casi tres años, comentó en una entrevista: "El azul, al que considero el color más inmaterial, me ayuda a generar sensaciones de vértigo y de profundidad". 
    Nocturnas materias superpuestas (2009-2011), de Alberto Reguera. Acrílico sobre lienzo, 200 x 200 cm 

En los últimos años ha ido engrosando el formato del bastidor y su pintura huye, no sabe bien hacia dónde, aunque parece feliz de hacerlo: 
 The journey of pigments (El viaje de los pigmentos), de Alberto Reguera. Técnica mixta, 200 x 200 x 19 cm, año 2016 

Escapadas celestes (2017), de Alberto Reguera. Técnica mixta, 150 x 150 x 17 cm


MINERALES DE AZUL

En algunas ocasiones, el color de los minerales se debe a las impurezas que contienen, especialmente de ciertos elementos metálicos cromóforos, con una elevada capacidad de pigmentación incluso en cantidades bajísimas. La primera vez (y, por cierto, la última) que tuve ocasión de investigar el origen del color azul en minerales fue en unas curiosas excéntricas de una cueva, la Gruta de las Maravillas (en Aracena, sur de España). Las excéntricas son un tipo de concreciones de carbonato cálcico, en este caso de aragonito, que a diferencia de las estalactitas y las estalagmitas no crecen según un eje vertical, sino que adoptan patrones extraños: en espirales o en forma de racimos y de agujas, a veces retorcidas, que apuntan en múltiples direcciones.

El principal elemento cromóforo que detectamos en los análisis, en cantidades significativas, fue el cobre, en 183 partes por millón. Años atrás ya se había constatado, en una cueva francesa, que el umbral mínimo de cobre para que las excéntricas aparecieran azules era de entre 50 y 100 partes por millón, menor aún que el que nosotros obtuvimos.
  Excéntrica azul de aragonito, en la Gruta de las Maravillas. El color azul se debe a impurezas de cobre. Foto de mi amigo Paco Hoyos (Francisco J. Hoyos)

Otros minerales, sin embargo, deben el color a sus constituyentes principales, como suele ocurrir en los minerales metálicos. Pero, aunque contengan uno de esos elementos cromóforos, como es el cobre, éste no imparte un color único, sino que depende de los otros elementos químicos a los que está unido en el cristal y de cómo todos ellos están ordenados en él. Por ejemplo, la azurita contiene cobre y la misma cantidad de carbonato que de iones de hidróxido: el cobre le da el color azul. Pero en la malaquita, de similar composición, el hidróxido es el doble que el carbonato: el cobre colorea en verde. 

¿Y la lazurita, el mineral del lapislázuli? Aquí el caso es bien distinto: no contiene cobre, ni cobalto (que también puede proporcionar azul) ni ningún otro elemento cromóforo.El mineral es un silicato de aluminio, cuya estructura cristalina está compuesta básicamente de átomos de aluminio o silicio enlazados con oxígeno, formando una red de tetraedros (poliedros de cuatro caras) que rodean al sodio. Los silicatos alumínicos suelen ser incoloros o blanquecinos, pero la lazurita presenta azufre en su composición. Los átomos de azufre se pegan a esa red en grupos inestables de tres, intercambian un electrón y, gracias a esto, el cristal absorbe la luz roja. Resultado: percibimos el color complementario al absorbido, el azul. 

Un complicado mundo, sin duda, el de los colores minerales. Por cierto, además del lapislázuli y la azurita solo se han utilizado dos pigmentos minerales, no sintéticos, para obtener colorante azul. Uno de ellos es la vivianita, un fosfato de hierro hidratado que, aunque se ha usado como pigmento desde la antigüedad, es muy raro encontrarlo en pinturas al óleo. El otro es la aerinita, un silicato-carbonato químicamente muy complejo y de estructura similar a las de ciertas zeolitas fibrosas; hay extraordinarios ejemplos de su aplicación en el arte románico catalán, tanto en pintura al temple en objetos de madera como en pinturas murales al fresco (un magnífico ejemplo es el Pantocrátor de la iglesia de San Climent de Taüll).     

¿VUELVE EL AZUL DE PRUSIA? 

Este color, el azul de Prusia, se considera el primer pigmento sintético moderno. Es corriente que aparezca en numerosas pinturas entre los siglos XVIII y XX. Pablo Picasso, por ejemplo, lo utilizó en las obras de su etapa azul (1901-1903). Su cuadro La habitación azul es el más recientemente estudiado desde el punto de vista de los pigmentos y la estructura de sus capas (mediante microanálisis de muestras de pintura en combinación con imágenes obtenidas por reflectancia y fluorescencia de rayos X), cuyos resultados publicaron Patricia Favero y colegas en este artículo del año 2017, en la revista Heritage Science
                         La habitación azul (1901), de Picasso. Óleo sobre lienzo, 50 x 62 cm. El azul de Prusia, solo o mezclado con otros pigmentos, es el predominante en las abundantes zonas azules del cuadro. También usó ultramar artificial en ciertas partes, como en el mar del paisaje que aparece en la pared del fondo. Imagen: The Philips Collection  (Washington D. C.)

Con la serie de cuadros Azul de Prusia, el mexicano Yishai Jusidman (Ciudad de México, 1963) aborda el Holocausto desde una perspectiva pictórica diferente: generando un silencio solemne y directo, elocuente en sí mismo. El producto Zyklon B era la marca registrada de un pesticida a base de cianuro utilizado por los nazis en las cámaras de gas, que a veces deja en las paredes un residuo azul, de composición similar al azul de Prusia. Aún hoy pueden verse esas manchas en los antiguos campos de concentración, como en el de Majdanek (Polonia). 
        Majdanek (2012), de Yishai Jusidman. 
Acrílico sobre tabla, marco del artista, 84 x 107 cm  

En ninguna de las obras de esta serie aparecen personas. Solo silencio, espacios vacíos, huellas. Manchas que ni los trapos son capaces de limpiar: 
Trapo 6, detalle. Obra de Yishai Jusidman (2013-2014). 
Acrílico sobre algodón montado en tabla, 44 x 37 cm 

Toda esta serie, que Jusidman expuso entre agosto de 2016 y febrero de 2017, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC, Ciudad de México), la compuso exclusivamente en diferentes gamas de azul. En el último cuadro que muestro, los azules ya se acercan al negro."El azul, cuando está a punto de hundirse en el negro, evoca un dolor que casi no es humano" (Kandinsky). 
     Prussian Blue (Azul de Prusia), de Yishai Jusidman (2014-2015). Óleo y acrílico sobre lienzo, montado sobre tabla, 236 x 203 cm

Nota final: El nombre de esta entrada está tomado de la película Tres colores: Azul (1993), dirigida por el polaco Krzysztof Kieslowski (1941-1996). Después rodó Tres colores: Blanco (1994) y cerró la trilogía con Tres colores: Rojo (1994), la última película que dirigió antes de su muerte. 
    

Próxima entrada: primera semana de abril de 2018. Mientras, sean felices (con moderación). 

  


         
      

Tres colores: Azul